A lo largo del Antiguo Testamento, Dios hizo muchos pactos con Su pueblo. Hizo uno con Noé, prometiendo nunca volver a destruir la tierra. Hizo otro con Abraham, con la promesa de darle descendientes, tierra, y un futuro Mesías que salvaría el mundo del pecado. Hizo un pacto con Israel, estableciéndolo como Su pueblo escogido y entregándole Su ley. Hizo otro pacto con David, prometiendo un reino que no tendría fin. A pesar de las hermosas promesas que Dios hizo a Su pueblo, ellos se desviaron dándole las espaldas. A causa de esto, Dios prometió a Su pueblo un nuevo pacto.
Un pacto es más que una promesa. Es un juramento solemne entre dos partes. En el Antiguo Cercano Oriente, aquellos involucrados en el juramento debían caminar entre medio de los pedazos de animales sacrificados. Esta práctica era un recordatorio simbólico de lo que le sucedería a alguien que rompiera los términos del pacto.
Cuando Dios hizo un pacto con Abraham en Génesis 15, solo Él caminó entre los animales que Abraham había sacrificado. Dios asumió unilateralmente la responsabilidad de cumplir el pacto con Abraham. Hoy hace lo mismo por nosotras.
En Cristo, estamos bajo un nuevo pacto. Cristo fue molido por nuestros pecados, asumiendo la pena que nosotras merecíamos. Podemos ser parte de un pacto incondicional con Dios gracias al sacrificio de Cristo. Nuestra única respuesta posible es la fe.
Cristo es el cumplimiento de todos los pactos de Dios. Su nacimiento marcó el comienzo de una nueva era y nos dio una nueva manera de relacionarnos con Dios. Ya no estamos sujetas a las reglas y leyes del antiguo sistema, ¡ahora tenemos libertad en Cristo!
Jesús es el autor y consumador del nuevo y sempiterno pacto. En Él nada nos falta. Mediante Su venida somos establecidas para siempre, y todas las promesas de Dios a Su pueblo se cumplen en Cristo. Tenemos el privilegio de vivir en este lado de la historia: ya no esperamos por nuestra salvación. En cambio, con gran expectativa esperamos el día en que nuestro Mesías regrese.
Ama a Dios Grandemente
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