Recuerdo estar sentada en la escuela dominical cuando escuché por primera vez la historia de Jacob luchando con Dios. Me desconcertó la idea de un hombre luchando con el Dios Todopoderoso y quedé aún más desconcertada con el propósito de la historia. ¿Por qué luchó Dios con Jacob? ¿Por qué Jacob no se dio por vencido? ¿Por qué Dios le dio a Jacob una cojera? Y la lista de preguntas con que acribillé a mi profesor era interminable.
Sin embargo, a medida que fui creciendo, la historia se convirtió en aquella a la que solía recurrir y en la que encontraba consuelo. A lo largo de los años, al leer y releer el pasaje, diferentes cosas de la historia me han llamado la atención en diferentes momentos. Para empezar, me encanta que Dios bajara y luchara con una persona. Su presencia física es una rareza en todo el Antiguo Testamento, y el hecho de que se acercara a Jacob, luchara con él y lo bendijera es una profunda bondad.
Otra cosa que me encanta de esta historia es que Dios le preguntó a Jacob: “¿Cuál es tu nombre?”, como si no lo supiera. Pero, ¡por supuesto que Dios lo sabía! Me recuerda a la forma en que Jesús a menudo hacía preguntas a Sus discípulos y a los fariseos, no porque Jesús tuviera curiosidad, sino porque quería que entendieran algo importante. Dios le preguntó a Jacob su nombre, y luego le dio un nuevo nombre, no porque el Dios Todopoderoso no supiera con quién estaba luchando, sino porque estaba ayudando a Jacob a entender su identidad como hijo de Dios.
(Como les dije, amo esta historia)
Pero hubo una temporada en mi vida llena de dolor y pérdida, y este pasaje de las Escrituras tuvo un profundo impacto en la trayectoria de mi viaje. En un estado de desilusión y confusión, me encontré leyendo Génesis 32 con un par de ojos diferentes, ojos que podían ver y entender la lucha con el Señor y no dejarse llevar. Me encontraba en un lugar donde entendía la desesperación de Jacob cuando gritaba: “¡No te dejaré ir si no me bendices!” (Génesis 32:28).
Recuerdo que aquella noche, después de leer Génesis 32, oré: “Dios, sé que eres bueno y santo y que, en última instancia, deseas mi bienestar y que Tu nombre será glorificado. Pero no entiendo mis circunstancias actuales. No puedo entenderlas, y estoy luchando con las realidades de vivir en un mundo caído. Así que, Padre, seguiré luchando hasta que me bendigas. No tiene que ser lo que yo pienso que debe ser una bendición, pero Señor no te dejaré ir hasta que Tú me sueltes.
Y, como Jacob, luché con Dios. No durante una noche, ni en un sentido físico, pero durante una temporada derribaba las puertas del cielo pidiéndole a Dios que sanara lo que se había roto en mi corazón. No quería bendiciones materiales; quería la bendición de ser redimida, reconciliada, y hecha nueva.
Con el tiempo, Dios obró en mi corazón de forma milagrosa.
Pasaron los meses, y un día me desperté y me di cuenta de que sí, mi vida había estado en pedazos, pero poco a poco Dios volvió a armar algo hermoso. Años más tarde, incluso ahora, aunque puedo ver que Él me bendijo abundantemente más allá de lo que podría haber esperado, todavía camino con una cojera. Las heridas que trajo la vida pueden estar curadas, pero también dejaron sus marcas.
Luché con Dios, y Él escuchó mis lamentos. No me dio todo lo que pedí, pero sanó las partes rotas de mi historia. A lo largo de mi lucha descubrí que lo que dicen las Escrituras sobre el carácter de Dios es cierto: Él es un Dios que da gloria en lugar de ceniza, gozo en lugar de luto y alegría en lugar de angustia (Isaías 61:3).
Cuando leo Génesis 32:22-28 ahora, a menudo sonrío. Porque en este pasaje vemos a un hombre que realmente luchó con Dios, físicamente, y salió de la circunstancia bendecido, y con una cojera.
Y lo mismo ha sucedido en mi propia vida
Brittany