Redefiniendo la humildad
El orgullo es una de esas cosas más arriesgadas ya que podemos engañarnos a nosotros mismos para que pensemos que no estamos siendo orgullosos en absoluto, sino humildes. Esto siempre ha sido una lucha para mí, especialmente cuando se trata de trabajar en el ministerio. Cuando nuestros ministerios parecen estar prosperando, y estamos recibiendo mucho aliento, es fácil responder con: “Gracias, pero no fui yo. ¡Todo era Dios!” A menudo he respondido con un sentimiento similar y, al menos hasta cierto punto, a menudo lo digo en serio. En mi cabeza, sé que solo Dios puede empoderar al ministerio. Al mismo tiempo, me siento tentada a atribuirme el mérito de lo que Dios finalmente hizo. Mi cabeza sabe que Dios es el que actúa, pero mi corazón a veces todavía cree que soy yo Su herramienta necesaria. En algún momento del camino, me permití redefinir la humildad. Había comenzado a caminar descaradamente en la suposición de que estaba usando de manera eficiente y efectiva todas las fuerzas que Dios me había dado, gracias a todo mi arduo trabajo. Pero este descarado camino se truncó el año pasado. Dios ha usado muchas situaciones diferentes para mostrarme gentilmente dónde he permitido que el orgullo se disfrace de humildad.
Lesiones de humildad
Me he sentido identificada con la advertencia de Salomón de que el orgullo precede a la caída (Proverbios 16:18) mientras me abría camino a tientas para aprender un nuevo idioma después de mudarme al extranjero hace un año. Sabía que aprender un nuevo idioma sería difícil para mí. No soy una aprendiz auditiva, y me agoto fácilmente en nuevas situaciones sociales, incluso en mi lengua materna, y mucho menos tener que practicar un nuevo idioma con personas que aún no conozco. Pero imaginé que eventualmente, con suficiente esfuerzo, lo conseguiría.
En mi corazón, me había convencido a mí misma de que la humildad era admitir que el aprendizaje de idiomas sería desafiante pero manejable, al mismo tiempo que ofrecía un servicio de palabras vacias, por cumplir al poder de Dios. Lo que no esperaba era que un año después de mudarme y nueve meses de escuela de idiomas a tiempo completo, todavía me sentiría muy perdida e impotente a la hora de hablar en mi nuevo idioma. Recuerdo vívidamente que me derrumbé en una llamada con una amiga mientras lamentaba no poder llevar a mis hijos al médico, reunirme con los maestros de mis hijas o incluso pedir una pizza sin caer en el miedo y la ansiedad de hablar. Recuerdo que le abrí todo mi corazón diciéndole que echaba de menos sentirme necesaria y útil.
Las palabras, las conversaciones profundas, las amistades intencionales, las cosas que siempre había considerado mis fortalezas y parte de mi identidad, especialmente en el ministerio, ya no eran fortalezas si no podía hablar. Yo no había dicho desde el tejado de mi casa que estaba orgullosa de estas cosas como lo había hecho el rey Nabucodonosor. Sin embargo, ciertamente había cantado mis propias alabanzas en mi corazón, me había deleitado en el crecimiento de semillas espirituales que creía haber hecho florecer y había archivado cada cumplido o estímulo como gloria para mi propia majestad. Mientras caminaba con orgullo, el Señor me humilló y me abrió los ojos para ver la magnitud de mi arrogancia. Dios me quitó la capacidad de comunicarme fácilmente para mostrarme cómo había dado por sentado Su poder y me había dado crédito por la obra de Su reino. Me di cuenta de que me había enorgullecido de lo que creía que había estado logrando con mi propio poder y fuerza. Mi orgullo me había engañado haciéndome pensar que mi propósito estaba envuelto en lo que podía, o no podía, lograr para Dios. Y una vez que me habían quitado esa fuente de orgullo, me estaba ahogando en la falta de propósito.
Adorando con humildad
Había estado, y sigo estando, a menudo ciega a mi debilidad. Puedo olvidar fácilmente que soy una pecadora salvada solo por Su gracia, y lucho por aceptar que soy simplemente una frágil vasija de barro que contiene el tesoro del evangelio, no por mi propia fuerza, sino por el poder incomparable de Dios (2 Corintios 4:7). Pero es a través de esta debilidad que se manifiesta el poder de Dios. ¡Qué gran propósito es este!
Mi orgullo se alimenta cuando empiezo a desear ser como Dios, hacer las cosas que solo Dios puede hacer y atribuirme el mérito del trabajo que le pertenece solo a Él. Cristo nos muestra verdadera humildad cuando deja su trono, aunque es totalmente digno de sentarse y gobernar en ese trono, de seguir obedientemente el plan de su Padre de venir a la tierra, servir y morir por pecadores como nosotras.
Parte de la humildad ocurre cuando reconocemos que Dios puede hacer mucho más de lo que podríamos imaginar. En lugar de tratar de ser la que lleve a cabo Su obra divina, mejor seguimos fielmente en obediencia Su llamado, sin importar la aparente simplicidad de la tarea. Podemos confiar en que Él está obrando y moviéndose de maneras poderosas para lograr lo que solo Él puede hacer, a fin de que solo Él obtenga la gloria.
A veces me desanima que cada dos meses el Señor tenga que empujarme para ver cómo una vez más he dejado que el orgullo crezca en mi corazón. Es un pecado con el que todas lucharemos a lo largo de nuestros días. En estos momentos de lucha y tentación, debemos quitar nuestros ojos de nosotras mismas y elevarlos hacia el Rey del Cielo. A medida que cambiamos nuestro enfoque a Él y a Su poder, encontraremos que la postura de la humildad es una que nos da un verdadero propósito: glorificar al Altísimo.
Andrea López